NOSTALGIA (PARTES I, II y III) (TEXTO DE OTRAS MITOLOGÍAS)

(Destino, foto de Liset Cruz García http://smugmug.photography.com)

Comparto con ustedes el texto que abre Otras mitologías (2012), del que -según me ha comentado Reina María- se prepara una próxima edición. Este libro comienza con la reflexión y pregunta de la autora por el mundo de los rusos, que como ella dice, fue tratado de injertar en Cuba pero que luego fue tratado de olvidar cuando la Unión Soviética desapareció como país, un día de la noche a la mañana.

Este texto es típico de los que Reina María incluye tanto en Travelling como en Variedades de Galiano también: en él hay poemas y fotos, interactuando con el texto principal.

El texto tiene seis partes lo que lo hace muy extenso, por ello en esta entrega le presento las tres primeras partes, en un par de días, publicaré las tres restantes.

NOSTALGIA

La URSS es un mundo intermedio entre la Tierra y Marte.
Roland Barthes

I

Cuando vi recientemente Nostalgia de Andrei Tarkovski, ¡se me caía a pedazos! Los decorados, los pájaros salidos de la urna de una virgen, el desplome de un mundo, él fue en esta película incapaz de revivirlo, a pesar de su genialidad, de las alusiones y metáforas para rescatar la obra de su propia nostalgia. Aunque logro como ningún director, convertir la imagen en concepto y hacer filmes como Stalker, (la fuerza misma del guion desplaza a la imagen cinematográfica, probándonos que un guion es ya una película), no alcanza la esencia de esta trama, su vida. ¿Qué le ocurrió con Nostalgia, realizada fuera del contexto soviético? Recuerdo una imagen filmada en Italia: su perro, el lago y la casita bajo el templo sin techo. Es una imagen literaria, presumo, traída de un texto de Virginia Woolf que alude a ese templo con el cielo sobre las columnas, pero queda como impostada, fuera del ritmo cinematográfico.

No soy crítica de cine y este gran director, que nos donó un lenguaje, un ritmo y un tempo, cuya velocidad-detenida nos sacó hace treinta años de la fugacidad de nuestra contemporaneidad, sigue siendo fuente de inspiración. Y, aunque Nostalgia, la película, no será mi tema aquí, hallo el pretexto para decir que con nostalgia se hacen obras menores y alegóricas, pues la Nostalgia misma invalida la posibilidad de producir un arte mayúsculo, por los residuos de sentimientos que contaminan el pasado afectivo y la necesidad de sostenerlo cuando este ha sido destruido por la realidad.

Busco en los cines que han sobrevivido al deterioro Pieza inconclusa para piano mecánico, Oblomov, Cinco atardeceres o Siberiada (que ya casi nunca muestran aquí), siento como el decorado de los interiores con sus empapelados (humedecidas las cintas mal cuidadas en unas bóvedas sin climatizar) han perdido sus tonos y están enrojecidos ante mi dolor. Y me convierto, entonces, ≪en un sujeto que, de súbito, queda prendado de un color rojo que le resulta inédito a su mirada≫, como en la frase del narrador cubano José Manuel Prieto, tomada por Iban de la Nuez (critico cubano) en su libro Fantasía roja.

Durante el festival de cine 2006, pusieron en una pequeña sala, el documental, de Gustavo Pérez, Todas íbamos a ser reinas (que lamento no tener, porque pertenece a TV Camagüey y no lo prestan). El documental, que al principio fue censurado, a partir de entrevistas a varias rusas que se casaron con estudiantes cubanos becados en la antigua URSS y que viven en Cuba todavía, hace una crítica a las vidas miserables (sin recursos económicos, carentes de muchas cosas y sin posibilidad de viajar a su país para ver a sus familiares), que han tenido en la Isla caribeña que por amor fuera su destino. Entre matrioshkas despintadas, tapices raídos por el sol tropical, tejidos que se vencen por la humedad y el polvo, estas mujeres maduras y regordetas cantan baladas rusas ante la cámara. Y regresa con sus historias la nostalgia como demostración del olvido que se ha marcado en sus rostros, en sus gestos. Al olvido lo dejaron colgar entre otras prendas traídas como amuleto y allí mora él como fantasma que anuncia el desencanto.

Cuando descubro la foto de un niño sorprendido ante la hoz y el martillo que se revela al fondo de la pared ruinosa, entre capas y capas de cal, miro sus hombros (asombrados), sus pies inestables, la sorpresa que ha quedado grabada ante la aparición del símbolo y que seguro desconoce. Ese niño no tiene nostalgia y está libre de ver (y descubrir) un fenómeno como si fuera otro planeta, una nueva galaxia, y sin alegorías. Es libre de sentir lo que puede: así intenta alcanzar con solo alzarse sobre sus pies la visión limpia del emblema soviético rescatado entre los escombros. Este niño no es ≪un sujeto anómalo marcado fatalmente por la hoz y el martillo≫ como nosotros, porque desconoce lo que fue.

Para escribir este texto, pase días preguntando a todos los que encontraba a mi paso que recordaban de la gran exposición soviética que se montó en los salones del Capitolio habanero por los años setenta, y nadie me supo decir la fecha exacta ni que vio allí (tal vez, recuerdan al Lunajod-16 por su novedad lunar), pero ¿cuántas cosas no habría en aquella feria para rememorar aun treinta años después? Por ejemplo, aquel cohete de tamaño natural que hacia el simulacro de despegue echando candela artificial por su cola.

Yo ame a un hombre en Leningrado y eso me dio la motivación para escribir una novela sobre el tema del desencuentro entre la utopía querida por mi generación de los 80 y la ruptura de nuestros hijos con ella. ¿Cómo serían en aquel mundo que se desplomo? Regresar al Palacio de Invierno de Catalina, al hotel Yevropeiskaya, al Neva gris y congelado, a las iglesias ortodoxas (donde las viejecillas queman sus inciensos, mientras el tren, La flecha roja, aumenta y aumenta su velocidad), fue una necesidad de mi nostalgia. Quería reconstruir mediante un viaje de regreso (y es Julia un personaje con fragmentos de mi Yo), el no ser de aquellas pretensiones que tuvimos, y la novela ≪Todo es humo≫ es el subproducto de mi perdida, como las cintas enrojecidas que algunas veces ponen en la cinemateca cubana; como los lazos de colores y sedas atados en mi pelo que aborrecí y también adore (≪lazos rusos≫, decía); o los lápices que rompían el papel cuando los apretabas un poco.

Si el niño pudiera alcanzar el símbolo y verlo como una pelota de beisbol; si la rusa de Camagüey (la que empieza y termina el documental de Gustavo Pérez) pudiera regresar a su país y hasta volver de nuevo a la Isla cuando quisiera; si las películas no se hubieran deteriorado al máximo, y yo hubiera logrado aquel amor en Leningrado sin recurrir a la escritura de una novela (por mi frustración y su perdida); si mi hermano no hubiera regresado; si Tarkovski no hubiera tenido que emigrar enfermo a occidente, estos esfuerzos tendrían resultados diferentes. Los emblemas, los fetiches (el sabor ruso de las gomas de borrar mascadas en la escuela una y otra vez), la forma de entornar o cerrar los ojos como ellos, no entrarían en nuestra urgencia por rescatar tantas huellas borradas, porque serian simplemente huellas visibles en la cotidianeidad de nuestro espíritu, no la resaca de un olvido organizado que es un hecho más dramático que el olvido mismo.

El que se zambulle

La joven es Lili Brik, compañera de Maiakovski,

hermana de Elsa T., cuando ella se zambulle

en la piscina de aguas azules y verdes

y soy ella entre otros relatos de amigos.

Están también mis padres en el pequeño bote

El vencedor, que se vence sobre el mar encerrado

en una pecera. El que se zambulle, es también

otro, que nunca ha escrito un poema, ni tiene

otra jerarquía que su deseo inscrito

en el ceño fruncido de no ser alguno. El vencedor,

ese que se zambulle, y salta sobre el agua

con su vaso de cerveza clarísima (Bavaria) congelada

entre los dedos, es el tiempo. Un personaje que siempre esta

con nosotros, significando nosotros para nosotros,

cuando entramos en la turbulencia, o salimos a la paz

después de una guerra mental. Tierra, agua, fuego, aire,

éter, discernimiento y egoencia, he aquí la

división de mi naturaleza, su instrumento.

El que se zambulle —manipulando la realidad,

la técnica de montaje, con su cámara oculta—,

hace un esfuerzo en su inmersión para estar convencido

de que vuelve de allí, de algún paisaje irreal,

hasta encontrarse de nuevo el uno con el otro

en este pasadizo del alcohol

al final del cual ella se queda quieta

(ella está al final de su vida),

quieta entre ellos y los otros,

mientras tu imagen se refracta

y se va acelerando el hundimiento de las islas

en las aguas verdes y azules…

La manipulación es tan antigua que

el que se zambulle es el único inocente

que desconoce con su gozo este experimento

interrumpido por la llegada de una ola…

(creo que cuanto te suceda, si te sucede,

no lo sabrás).

II

¿Pero que buscamos ahora? Tal vez, atrapar un espíritu que se injerto, que nos dieron a la fuerza primero y que censuraron después. No el que buscamos en los versos de Anna Ajmatova por nuestro deseo (traducidos por José Manuel Prieto); no el espíritu de la Tsvietaieva (traducida por Selma Ancira); no el de las Cartas del 26\ no el de las cartas entre Lili Brik y Maiakovski que hace muchos años provocaron ese texto anterior, ≪El que se zambulle≫, y confieso que ninguna palabra que diga en un poema, o iconos que haya traído en una postal corriente, o texto que haya escrito sobre San Isaac podrán resumir mi impotencia ante este injerto impuesto y luego arrebatado en perdida abrupta, porque nada que hagamos será suficiente para tal reconstrucción: es muy difícil reconstruir un borramiento así.

En la novela ≪Todo es humo≫, Julia trae una ciudad de madera desde la antigua URSS y la encierra en una caja de zapatos Primor (aquellos zapatos confeccionados en los 70) dentro de su escaparate en Marianao; o la pone al sol sobre su cómoda moderna cuando los amigos o vecinos no la ven recordar. Nunca tuve un Leningrado de madera tapado con un paño hasta volverse frente a mí, sorprendida al destaparlo, San Petersburgo, adonde ella (Julia, mi alter ego) finalmente en su vejez regresara para un reencuentro con su hija. La había dejado allí a los nueve meses de nacida ≪para que no fuera como ella; para que no viviera de sus utopías, con escasez y miedo≫. En las calles de San Petersburgo, que transita treinta años después, la protagonista se aterra ante su estilo occidental velado por un enmascarado alumbrado de gas. A pesar de las transformaciones de las avenidas, siguieron en su cabeza las memorias roturando el espacio demasiado pequeño de un recuerdo (y de un texto) para reciclar dolor y secreto a la vez, y entrelazar lo que cambio; aunque en verdad, en la mente, no cambia nada, todo es siempre igual.

Cuando se levantan los puentes

Cuando se levantan los puentes,

hay un canal helado que remontamos

con los ojos de hielo y las manos aun cálidas.

Cuando se levantan,

y los muertos salen a navegar

con aquella credulidad

y aquella inocencia

de no haber comprendido todavía,

cuantas veces cometieron las hazañas

para que el agua helada pase otra vez

bajo la cúpula de San Isaac

donde esta Dios o el ojo de la vida

llevándonos la gracia.

Ya que nos hemos encontrado,

ya que nos hemos quedado huérfanos

bajo esta cúpula que aspiramos sin comprender,

apóyame la espalda,

pruébame que eres Dios

para que sea leve

el tiempo de temblar

bajo los arcos.

III

¿Que nos queda de la fundición de la campana en Andrei Rubliev cuando el niño campanero confiesa que nunca su padre le conto como fundirla? Queda algo más fuerte que la nostalgia por los iconos: un secreto. Y ese secreto se ramifica como un eco y nos dice que todo arte verdadero esta hecho de la imposibilidad de tener una explicación cabal sobre su ejecución, su misterio. Porque el único compromiso es con el propio espíritu de la fundición que antecede al presente, al pasado, para dar paso al dolor (la nostalgia), esa alquimia que es imposible transmitir como una técnica.

Perfume ruso "Moscú Rojo", al que jocosamente llamaban en Cuba "Siete potencias".
Perfume ruso «Moscú Rojo», al que jocosamente llamaban en Cuba «Siete potencias».

Lo mismo ocurre con el olor. Tengo en mi olfato aun el olor de Alegro (un perfume muy parecido al Charlie que se vendió en la Isla por entonces). También el olor (hasta chillón) de Moscú rojo, el más famoso de la época de los rusos, que nos traía Nina, una dienta de mi madre, y que al unirse con el sudor formaba una mezcla fatal. No conservo ningún frasco y el restaurante que llevaba el nombre del perfume, en 23 y P, hace muchos años se quemó. A mi madre, modista de profesión, sus clientes rusas le daban perfumes por prendas cosidas (≪el cambalache≫ lo llamaban ellas). Estos perfumes tenían cajas como cúpulas (no se abrían como las cajas de perfumes occidentales), sino que se destapaban desde arriba como si fueran castillos con flores pintadas a mano con jardines dentro y en ellas, muchos anos después de gastado el frasco, quedaba todavía la esencia.

¿Y aquellos cofrecitos donde se guardaban prendas vulgares ribeteados en oro, hechos de maderas con olor a arboles desconocidos y que nos recuerdan aquel cuento ruso de la infancia que ahora encuentro rescatado en un poema de la joven poeta cubana Kelly Grandal: ≪Debes romper la aguja que está dentro del huevo, que está dentro del pez, que está dentro del pato, que está dentro del cofre≫? .Y aquella cascara de abedul cortada bajo la nevada que conservo desde hace más de veinte años, y que diera origen al poema que escribí subiendo los escalones que me llevaron a la casa de Dostoievski? La juventud se recuerda por un perfume y un cofre que no hallo ya en ninguna gaveta, así que con ese aroma ido perdí también la mía.

La balalaika que trajo mi hermano, cuando se ganó un viaje a la antigua URSS como vanguardia nacional de la Facultad de Matemáticas de la Universidad de La Habana, se rompió con su suicidio y salieron de ella (así como los pájaros de la urna de una virgen en Nostalgia), kopeks, rublos, distintivos soviéticos de colores brillantes con naves Soyuz y rostros de héroes de la Gran Guerra Patria; además de la carta de una muchacha rusa que lo amo con envolturas rojas y plateadas de los chocolates que se comieron juntos. Tengo en mis oídos el recuerdo de esa lengua que hablaba mi hermano a la perfección: la voz suya a través del pasillo que va desde mi juventud a la vejez, con palabras dichas en ruso (muy bajito) hasta en los sueños, cuando hablaba dormido. También guardo la voz de un amigo que me decía al oído los errores de la traducción al español cuando veíamos juntos El sacrificio. Porque el ruso se estaba convirtiendo en la segunda lengua en Cuba. Luego llego la hecatombe, el olvido y los profesores de ruso ya no tenían a quienes ensenársela, y volvió el predominio del inglés y de otros idiomas. Y la lengua rusa, tan extraña y conmovedora, una lengua que surgió como los abedules del suelo ruso y atravesó el mar, se esfumo de la Isla como el humo. ≪Porque allá, todo se convertía en humo≫, decían los rusos. Esa lengua que, como escribió Heidegger, nos permite obras en la dimensión del ser, también se volatizo.

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